En la falda de un cerro, había crecido una planta parecida a un cactus. Era casi un cactus, porque aún no tenía espinas.
Aunque por los cerros rara vez llueve, este cactus estaba siempre verdecito y su interior lleno de un líquido blanco. Por ello, los rebaños de llamas, vicuñas y alpacas, cuando tenían sed, lo mordían para refrescarse.
-¡Quisiera espantarlas!- se quejaba el cactus.
Estaba lamentándose cuando oyó un retumbo que venía de la cumbre del cerro. Miró y vio que venía corriendo una zorra y tras ella, una gran piedra. La piedra llevaba las de ganar.
-¡No me ganarás! -gritaba la zorra.
-¡Qué va, orgullosa; si estás con la lengua afuera! -le provocaba la piedra.
Fue entonces que el cactus sintió que lo llamaban:
-¡Hermano cactus! ¡Hazme un favor! -dijo la zorra.
-¿y cuál? -expresó el cactus.
-Ataja la piedra y yo, y yo... ¡Te regalo mis uñas!
-¿Uñas? Eso es lo que estaba buscando. ¡Uñas para poder defenderme del que roba mi agua! señaló la planta.
La piedra venía rodando. El cactus, cuando la tuvo cerca, la atrapó. Así, la zorra llegó al pie del cerro, que era el fin de la carrera.